Por: Juan Luis H. González Silva | @Cronopio91
Andrés Manuel López Obrador es un presidente atípico, y en esa condición radica su éxito, cuando menos en términos de popularidad y aprobación.
Ave de tempestades. No pasa desapercibido, como sí buscaban hacerlo en su momento Zedillo, Calderón y Peña Nieto, este último por razones más que obvias. AMLO es un presidente que le gusta ser visto y escuchado, que disfruta el poder. No rehúye a la confrontación, por el contrario, parece buscarla.
El expresidente legítimo y hoy presidente constitucional de México, ha caminado sobre el pantano durante los primeros 10 meses de su gobierno con algunas manchas en el plumaje, pero no las suficientes como para suponer que su legitimidad, el cemento de este sexenio, corra riesgos.
Todas las encuestas, sin excepción, le otorgan un cómodo colchón de aprobación que le permite, aún, tomar decisiones que en otros tiempos hubieran sido mucho más complejas, por no decir imposibles: reducir o retirar presupuestos a organismos autónomos, la (des)reforma educativa, la tan llevada y traída cancelación de las obras del aeropuerto de Texcoco, su intromisión decidida en el poder judicial, su constante desdén por la prensa y los empresarios.
Con un discurso casi elemental y su característico desparpajo político, López Obrador parece no seguir una estrategia o un guion, por el contrario, a decir de politólogos y especialistas, es usual que cometa elementales errores de comunicación. Sin embargo, y a juzgar por los números, el presidente tiene muy claro el libreto de su sexenio, el escenario sobre el que transcurre la obra y los actores que comparten los créditos con él, incluidos los villanos.
Sabe muy bien que los discursos técnicos, académicos y especializados no le dicen nada a la gente, y por eso transformó el lenguaje de la presidencia hasta mimetizarlo con la narrativa cotidiana de la gente de a pie. El presidente de México habla como si fuera uno más de la tropa, no hay lenguaje tecnocrático en medio, no hay sofisticación en las formas, no hay eventos faraónicos que lo vuelvan inalcanzable, no hay relatos que atiendan variables, cifras y estadísticas. La narrativa de López Obrador es simple, como la mayoría de las personas del país.
Pero más allá de la efectividad de su estrategia de comunicación, el punto sustancial de la popularidad de López Obrador radica en la existencia misma de 80 millones de mexicanos, quizá más, que viven marginados de toda posibilidad de mejorar su vida. Él se puso a su lado, no enfrente. Porque es claro el resultado de la democratización y la liberalización económica de México trajo más pobreza, marginación, desigualdad e inseguridad. Ese es el capital político de AMLO.
Parece que las preguntas que se hace el presidente son las mismas que se hacen esos millones de olvidados. ¿Por qué habríamos de seguir creyendo y defendiendo a las instituciones que han fracasado en su encomienda? ¿Por qué la indignación de algunos cuando se ignora y se salta instancias que han demostrado su incompetencia, su corrupción y su falta de transparencia?
Es un hecho, López Obrador, tiene a la oposición en un puño; una oposición acostumbrada a actuar bajos las reglas y formalismos, de dientes para afuera, de un sistema político que se encargó de privilegiar las formas y los ceremoniales sobre los resultados.
Había que fortalecer organismos autónomos para la defensa de los derechos humanos, aunque en la práctica se violentara, todos los días, a mujeres, hombres, niñas y niños de las regiones y zonas más pobres y marginadas del país.
Había que construir un robusto edificio institucional para combatir la corrupción, aunque en la realidad funcionarios y políticos de todos los niveles de gobierno, de todos los partidos políticos, se hayan vuelto millonarios a su paso por la administración pública.
Había que apuntalar el sistema electoral; un enorme y burocratizado aparato federal que se replicaba en cada estado y que tuvo la encomienda histórica de garantizar el voto e impedir los fraudes electorales. Cumplió muy bien su tarea. Sin embargo, hoy la alternancia partidista y la democratización de la vida política del país no trajo ningún otro beneficio tangible para la población.
Ojo, la apuesta no es por la regresión autoritaria ni por el desmantelamiento de las podridas instituciones del estado, en todo caso, lo que sí debería de modificarse, sustancialmente, es su lógica de operación y su relación con los ciudadanos.
La corrupción, aparente obsesión de López Obrador, parece ser la razón de que el estado mexicano esté entregando tan terribles resultados. La corrupción en el sistema de justicia, la corrupción en los partidos políticos, la corrupción en los sistemas de compras de las dependencias de gobierno, la corrupción de las policías, la corrupción en las instancias de transparencia y ¡combate a la corrupción!
Quizá tenga razón el presidente al saltarse o ignorar algunas “instituciones” y formas que han mostrado ad nauseam su perversión y podredumbre. Quizá valga la pena ignorar estas con la clara encomienda de reconstruirlas y hacerlas eficientes, justas y realmente transparentes. Qué así sea.