Un personaje de los mas conocido por su alianza con grandes carteles del narcotráfico, García Luna, su historia y participación que lo hicieron llegar, a su terrible encierro.
En diciembre de 2006, Felipe Calderón declaró la “guerra contra el narco“: una era de sangre y fuego que ha dejado cientos de miles de muertos… y cientos de millones de dólares para unos pocos.
En esta investigación realizada a lo largo de 8 años, en 4 países y con más de 17 mil documentos, la periodista Peniley Ramírez desnuda a quienes se han forrado de dinero gracias a esa industria: políticos, proveedores, brokers, espías, empresas de seguridad, asesores, mandos policiacos, jefes militares y mercaderes de armas y de humo.
Genaro García Luna es sólo uno de ellos, casi el único que ha caído en desgracia. Este libro demuestra que su vida y obra ejemplifican todo un sistema, que persiste hasta hoy, en el que para ganar millones no se necesita ganar la «guerra».
Este libro cuenta toda la historia de dos familias a (los García Luna y los Weinberg) que desde hacía mucho tiempo, eran amigas. Y también las unían años de negocios conjuntos de más de 400 millones de dólares. Los Weinberg amasaron una fortuna multimillonaria gracias a los contratos con el gobierno de México, firmados cuando el marido de Cristina era secretario de Seguridad Pública.
Weinberg López es un ciudadano israelí que ha hecho en nuestro país diversos negocios: desde el embotellamiento de agua y la comercialización de tarjetas telefónicas de prepago, hasta la venta de implementos de computación y de servicios de seguridad privada, particularmente la aplicación de exámenes poligráficos.
En 2012, cuando García Luna dejó la administración, se convirtieron formalmente en socios. A lo largo de casi tres décadas, el dinero y el poder liaron el destino de ambas familias, pero la de diciembre de 2019 cuando García Luna fue capturado la relación se quebró.
Los Weinberg no contestaron el teléfono ese día, ni los días, semanas y meses siguientes. Esa mañana, cuando se supo la noticia de que García Luna había sido apresado, busqué a Alexis Weinberg y le solicité una entrevista. Me respondió con un mensaje de voz. Prometió llamarme después, pero nunca lo hizo. Se olvidó de su socio y amigo. Atrás habían quedado los años de risas y fiestas, mansiones y dólares, abrazos y complicidades. Tres semanas después del arresto de Genaro, Alexis paseaba con su esposa y su hija por Europa. En sus redes sociales compartió un video donde se lo ve cantando y bailando en un elegante resort de esquí, decorado con enormes anuncios de champaña, mientras al otro lado del Atlántico el exsecretario de Seguridad Pública enfrentaba sus primeras audiencias. En Nueva York, un gran jurado lo acusó de tres cargos de conspiración para traficar cocaína y un cargo por haber mentido a las autoridades sobre su historial delictivo. Seis meses después le añadieron otro cargo, también por narcotráfico. En resumen, le imputaron haber sido un topo, un infiltrado en el gobierno mexicano del grupo criminal que las autoridades consideran como el más poderoso del continente.
Por otra parte este libro se enfoca en algunos de los personajes más importantes —aunque menos visibles— de este periodo que autores como Joseph Miranda, refiriéndose a Estados Unidos, han calificado como una “seudoguerra”. En México, la periodista Laura Castellanos ha utilizado el término “violencia organizada”, que vincula la violencia institucional, empresarial y criminal. Castellanos —y otros periodistas y académicos, como Oswaldo Zavala— explica que hablar de “guerra” exime de responsabilidad al Estado y “perpetúa el discurso oficial, que justifica el saldo de sangre y militarización en el país”.
García Luna es un elemento central para explicar lo que ha ocurrido y quiénes han resultado beneficiados. Su carrera, su enriquecimiento y sus decisiones como funcionario público, primero, y como contratista del gobierno mexicano, después, retratan el círculo perverso de gobierno, negocios y crimen organizado.
Los registros policiacos señalan que, durante su arresto el 9 de diciembre de 2019, Genaro se comportó dócil y obediente. No fue una conducta novedosa. El mismo gesto sumiso y servil que describen los agentes durante la captura lo acompañó desde los primeros años de su carrera policiaca. Muchos de quienes lo han conocido durante décadas dicen que, en sus años de ascenso, la frase que más le escuchaban decir era “Sí, señor”. Así fue también con los agentes de la DEA. Accedió a que revisaran la habitación. Entregó voluntariamente su pasaporte, su tarjeta de residente permanente, su computadora y su celular. Les dio sus contraseñas. Durante horas habló con ellos. Y en las audiencias judiciales, mantuvo el rostro desencajado y los ojos llorosos, la expresión de quien se siente traicionado por un gobierno —el estadounidense— al que sirvió por más de una década. En todas las audiencias de su primer año preso repitió “Sí, señor” como su respuesta más recurrente al juez.
García Luna no fue siempre el poderoso funcionario en el que se convirtió entre 2001 y 2012. Tras su arresto, numerosas personas declararon en la prensa que desde siempre fue cruel, corrupto y ambicioso. Tal vez fuera así, pero afirmar que los actos criminales de un personaje se deben a que siempre fue un criminal no explica nada. Genaro tomó decisiones respecto de su carrera policiaca en un entorno que se beneficia todavía hoy con el discurso de la “guerra contra las drogas” y con el dinero público que se gasta en nombre de éste. Su ascenso coincidió con transformaciones profundas en la historia del país, que también explican por qué llegó él, y no alguien más, a esos puestos de poder.
La “Explicación de Genaro” está conformada por un relato central y cientos de documentos. Pude confirmar que dichos documentos fueron compilados en los cuatro meses posteriores a su arresto, por personas que se identificaron como Genaro García Pereyra, Alejandro Barajas y César Giraldo. Genaro es el hijo mayor de García Luna. Barajas era el director administrativo de la empresa del expolicía, GLAC, en México; Giraldo fue durante casi una década el asistente de García Luna en Miami.
García Luna, como sus compañeros, también recibió un apodo. Lo llamaron La Ametralladora, o La Metralleta, según otras fuentes, por el modo enredado en que se expresaba. “No era tartamudo, le ganaba la procesadora, pensaba más rápido de lo que hablaba”, me contó otra persona que lo conoció en esa época. Desde aquel momento, el modo de hablar de García Luna marcó su relación con su entorno. Dos décadas más tarde, cuando ya era un poderoso funcionario a quien temían muchos de sus compañeros del gabinete, aún prefería las reuniones sociales en las que no debía conversar mucho. Practicaba sus discursos con un ahínco obsesivo, y no porque estuviera inseguro de cuáles frases usar, sino porque le aterraba trabarse a medio enunciado. Desde los tiempos del Cisen leía en voz alta, repetía, dedicaba horas a la terapia de lenguaje. Hablaba lo menos posible. Cuando su intercambio era con algún superior, prefería la lisonja al debate. Cuando eran inferiores, simplemente se quedaba mudo y sus colaboradores charlaban por él. Varios exsubordinados me dijeron que apenas articulaba palabra fuera de su círculo más íntimo. Se acostumbró a convencer, más bien, mediante expedientes de espionaje y titulares de prensa.
¿Cuál fue tu primera impresión de Genaro?, pregunté en los últimos ocho años a cada persona con la que abordé los temas que integran este libro. Resumo sus respuestas: era callado, nunca miraba a los ojos, ladeaba la cabeza para hablar, solía decir a quienes eran jefes que “los admiraba mucho” y era parco con quienes se ubicaban debajo de él en el organigrama. Destaca la observación de que repetía “Sí, señor”, “Claro, lo hacemos”, “Por supuesto, claro que sí, señor” de forma automática. García Luna no tuvo una formación militar. Quizá por esto su repetición obediente resultaba, para quienes lo conocían, un rasgo significativo de su personalidad y no producto de un entrenamiento.
Con información de Sin Embargo.